Tatiana Martin

Hoy amanezco inmerso en el exotismo formado por las revistas para niños, envuelto en la oración del Imán emitida desde múltiples minaretes de Estambul, y recuerdo que Tatiana me ha pedido que escriba unas líneas sobre su obra escultórica “La danza de las ninfas”, que presentará próximamente en La Serena; sin embargo, me cuesta comenzar, porque su obra es algo que tácitamente se transmite a través de la propia atmosfera que ella crea, sus formas abarcan el espacio y las mueve o retiene a voluntad, a diferencia del tectonismo absoluto de Chillida o la lluvia explosiva de Calder. Lo que sucede es que su obra devela su mundo interior, muchas veces enfrentado a realidades adversas, pero que jamás la doblegarían, y la danza que cimbra entre la sensualidad y su racional expresionismo quedan inscritas en la materia y mineral.

Martin hace tiempo nos sorprende, es capaz de frenar su obra y luego tornarse en un torbellino de creatividad, y ha transitado sin grandes quiebres desde la pintura a la escultura sin dejar de ser ella en ni un solo momento, aunque los medios sean totalmente disonantes, y ese es el sello que nos entrega, no como un ícono ni una muesca continua y reiterativa, sino  que, al igual que el Imán, nos envuelve en una atmosfera que recorre el espacio, como si viéramos esos cuerpos tensionarse sin sentir el músculo, más bien sostenidos en la fuerza de un yo interior, de esos que no se encuentran en cada esquina. Canalizada a través del arte, Tatiana se transforma en su propia ninfa vinculada a cada lugar que habite, más allá de una casa, de un bosque, de una vida.

 Juan Antonio Santis M.

Museólogo Estambul, septiembre de 2018

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